Lo ha dicho el National Geographic y no hay razón para no creerles: sin el café, la revolución industrial no hubiera sido nada. Antes la gente bebía cerveza, que es lo menos indicado para centrarse en el trabajo y ser productivo, a no ser que uno sea camarero. Con el café, ya desde primera hora de la mañana el personal se activa; con sucesivos cafés, está todo el día activo.
Es más, con una tacita y una bombilla, se puede trabajar a cualquier hora del día o de la noche. Lo malo es que el organismo humano no está diseñado para llevar vida vampírica y, de hecho, nueve de cada diez accidentes laborales del calibre de Chernóbil o Bhopal ocurrieron en horario nocturno. Algo muy grave teniendo en cuenta, además, que una quinta parte de los ciudadanos de países industrializados trabaja fuera del horario habitual. Y dormir mal envejece: según la Organización Internacional del Trabajo, por cada quince años de empleo nocturno se envejecen prematuramente cinco, lo cual beneficiará a las casas cosméticas y a los psicólogos, pero perjudicará a bastantes más.
Por si fuera poco, también los países en vías de desarrollo lo pasan mal por culpa del café: Intermón Oxfam calcula que 25 millones de productores están al borde de la ruina por culpa de los bajos precios de compra que les imponen las grandes compañías tostadoras.
En consecuencia, ¿deberían vender el café en farmacias, con receta y a precio fijo? Quizá no tanto, pero ojo con el café, que encima es adictivo.
La vida es sencilla y el dinero la complica.
viernes
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