La vida es sencilla y el dinero la complica.

martes

Más monos capuchinos

Qué listos son los capuchinos (como ya hemos demostrado, no sin cierto orgullo por nuestra conexión genética, antes en este blog). Los monos, claro, no los monjes. (No tenemos nada en contra de los monjes. Únicamente, es que, de momento no son objeto de ningún estudio científico.)

Si ya barruntábamos hace meses que su especie tenía una estrecha ligazón con el mundo empresarial, cuál ha sido nuestra sorpresa cuando, estupefactos, hemos comprobado que hay un grupo de científicos que están empeñados en enseñar a esta simpática raza de primates a manejar dinero. Tratan de enseñarles a comprar uvas y manzanas (ya que se ponen, podrían enseñar a algunos humanos a hacer esto mismo).

Un economista de Yale que trabaja en este experimento (junto con un equipo de psicólogos... sic), un tal Keith Chen, para más señas, define a los capuchinos así: “Tienen un pequeño cerebro, que, básicamente, se centra en buscar comida y sexo”. La verdad es que la definición no es muy ‘exclusiva’ que digamos, porque esta definición vale tanto para un mono capuchino como para el 90% de los hombres que habitan el planeta Tierra.

La idea de los científicos, volviendo a lo que nos ocupa, es que si los capuchinos no consiguen satisfacer alguna de sus necesidades más básicas al encontrar algún impedimento por el camino, estos tendrán que superarlo. Vamos, que cuando tengan hambre y alarguen el brazo para coger una manzana no les dejarán; pero cuando lleven un billetito verde todo serán felicidades.

Madre naturaleza, bienvenida al capitalismo.

En el fondo, además de enseñarle a usar el dinero, les están enseñando otra de las bases del capitalismo: generar necesidades que no tenemos... porque... ¿desde cuándo comen manzanas los monos?

Para adentrarse en este apasionante y, al mismo tiempo, triste experimento: http://www.nytimes.com/2005/06/05/magazine/05FREAK.html?pagewanted=all

viernes


Cuando pensamos en mapas, pensamos en telas de ara�a. (Foto: Mindy Tucker) Posted by Hello

Mapas que cambian

Una cosa clara nos dejó el difunto siglo XX: los mapamundis políticos hay que actualizarlos tanto como el antivirus. En lo que llevamos de nueva centuria, han tomado el relevo los planisferios geográficos: desplazamientos de costas tras el tsunami, desviaciones del litoral antártico por el choque del iceberg gigante y nuevas mediciones del Everest, que parece que ya no mide los 8.848 metros de los libros de texto ochenteros.

Seamos sinceros: para el día a día, poco nos influye que los pingüinos se remojen las patitas aquí o unos metros más allá. Es posible que la variación de altura del techo del mundo tenga efecto en las transmisiones vía satélite, pero eso a los profanos se nos escapa. A estas alturas de la vida, ya es inviable saber si de verdad los detalles equivalen a efectos mariposa o si, como aparentan, son el entretenimiento de los amarrados al duro banco de las ocho horas.

Lo que no evoluciona con la misma rapidez son los mapas mentales. Un mapa mental es lo que permite a la persona organizar las ideas, generar estrategias creativas, analizar problemas y tomar las decisiones. En el ámbito académico se sigue forzando a los estudiantes a aprender como loros, en la empresa se obliga a los empleados a especializarse hasta el punto de la mecanización, en la vida personal es preferible callarse para no ser calificado de raro o sufrir el temido enmarronamiento, que no se sabe qué es peor.

Así que, por favor, no nos cambien los mapas si nos obligan a ir por los mismos caminos. Actualicen las enciclopedias en lo que sea menester y dennos un poquito de libertad de acción y de palabra. Si la Naturaleza cambia, que podamos innovar un poco nosotros.

lunes

Monjes, detergente, marketing y turismo

La BBC ha concluido la emisión de “The Monastery”, un reality cuyo asunto era introducir a cinco individuos en el cenobio benedictino de Worth Abbey, tenerlos 40 bíblicos días y sacarlos a ver qué tal. El resultado ha sido como sumergir un quimono en Wipp Express: el productor de pelis porno se ha convertido, el estudiante de budismo ha decidido ordenarse sacerdote anglicano y al resto se les han abierto los ojos.

Solamente se me ocurren tres precedentes comparables:
1) Los viciosos empedernidos que lo han dejado tras leer “Dejar de fumar es fácil si sabes cómo”;
2) Los estafados tras acudir a una sesión de multipropiedad, y
3) los jubilados que han acabado con una vajilla completa tras apuntarse a un fantástico fin de semana en el que conoceremos Santiago de Compostela y la mitad de la ruta jacobea.

No se trata de que los monjes, que bastante tienen con el voto de silencio, les hayan comido el coco. No. Más bien lo que parece es que, habituados a una dinámica de la persuasión, hubiera dado igual meter a los cinco en un monasterio anglicano, budista o davidiano. En los tiempos del beatus ille, la vida transcurría sin marketing. Una vez al mes el buhonero te encasquetaba el elixir milagroso y después eras tú quien trataba de colocar el burro viejo. El resto del tiempo, nada.

Pero ahora tenemos una actitud permanente de vender y que nos vendan. Si alguien te interpela en la calle, asumes que te va a atizar algo. Si entras a concursar en un monasterio, entiendes que van a catequizarte. No creo que ninguno de los cinco fuera con un interés 100% antropológico ni el concurso tenía ese fin. Somos una sociedad profesionalizada en la persuasión y el engaño, activo y recibido, sin las inútiles elegancias de la oratoria griega y sin importar edad, profesión ni hábitat.

Así que se veía venir. Aunque no fuera el objetivo de ellos, el ejemplo de los monjes benedictinos es un mensaje radicalmente nuevo en una sociedad materialista y taxonómica en la que no queda hueco para lo inefable, la maravilla, el misterio. Frente al turismo de “conozca París en dos días” y la avalancha de los folletos de híper, una inmersión en la vida espiritual tiene que dejar marcado a cualquiera.

Lo que no está claro es que iniciativas similares acaben con la crisis de vocaciones. Como todo en la cultura del plástico, también estas conversiones tendrán fecha de caducidad. No hay que olvidar que, según los expertos en publicidad, el mensaje hay que repetirlo varias veces para que tenga efecto. Y es más sencillo engancharse a libros de autoayuda de cien páginas que empaparse de la Biblia.