La vida es sencilla y el dinero la complica.
jueves
Adiós a la jubilación... de las máquinas
Ya he comentado en alguna ocasión que me fascinan los inventos (¿frustración?, ¿admiración?... la verdad es que no lo sé). Pues bien, resulta que esta mañana he dado con un artículo en la edición on line de la revista Wired que da buena cuenta de lo que me parece el germen de una idea realmente revolucionaria. Básicamente, esta idea consiste en convertir a las máquinas que están a punto de convertirse en chatarra en artistas (¿no se merecen también las máquinas una segunda oportunidad?), en protagonistas conscientes de performances. ¿Pueden creerlo?
¿Se podrían imaginar a una fresadora dando vida al maestro de ceremonias Emcee en Cabaret haciendo comentarios picantes a la cantante Sally Bowles? Yo, desde hace un par de horas, sí.
El artículo en cuestión (wired.com/news/technology/0,1282,65937,00.html) relata cómo un grupo de artistas alemanes (denominado Robotlab –tienen una sencilla, pero completa página web: http://robotlab.de/—) recupera en la ciudad de Karlsruhe maquinaria recién sacada de líneas de producción, la reprograma y le da una segunda oportunidad en el mundo del espectáculo (fuera de los circuitos mainstream, pero artistas al fin y al cabo). Así, los robots bailan y ‘cantan’ acompañando con mucho ritmo a futuros (esos sí que sí) jubilados. De momento son movimientos bastante rudimentarios, pero al igual que le ocurriría a un jubilado de carne y hueso, tienen sus limitaciones.
La ciencia ficción siempre ha imaginado máquinas que nos dominarían, máquinas que destruirían el mundo, máquinas que nos servirían fielmente... pero máquinas artistas, creo, que no se habían imaginado ninguna. Hombre, Fender (Futurama) baila, pero es relativamente joven, y #5 (Cortocircuito) igual, pero de ahí a una coreografía hay un abismo.
Ya escucho los acordes... Willkomen, bienvenue, wellcome, bienvenidos al Cabaret!!!
¿Se podrían imaginar a una fresadora dando vida al maestro de ceremonias Emcee en Cabaret haciendo comentarios picantes a la cantante Sally Bowles? Yo, desde hace un par de horas, sí.
El artículo en cuestión (wired.com/news/technology/0,1282,65937,00.html) relata cómo un grupo de artistas alemanes (denominado Robotlab –tienen una sencilla, pero completa página web: http://robotlab.de/—) recupera en la ciudad de Karlsruhe maquinaria recién sacada de líneas de producción, la reprograma y le da una segunda oportunidad en el mundo del espectáculo (fuera de los circuitos mainstream, pero artistas al fin y al cabo). Así, los robots bailan y ‘cantan’ acompañando con mucho ritmo a futuros (esos sí que sí) jubilados. De momento son movimientos bastante rudimentarios, pero al igual que le ocurriría a un jubilado de carne y hueso, tienen sus limitaciones.
La ciencia ficción siempre ha imaginado máquinas que nos dominarían, máquinas que destruirían el mundo, máquinas que nos servirían fielmente... pero máquinas artistas, creo, que no se habían imaginado ninguna. Hombre, Fender (Futurama) baila, pero es relativamente joven, y #5 (Cortocircuito) igual, pero de ahí a una coreografía hay un abismo.
Ya escucho los acordes... Willkomen, bienvenue, wellcome, bienvenidos al Cabaret!!!
martes
Contra el reciclaje
¿A quién quieren engañar con que para ser ecológico hay que reciclar, es decir, volver a fabricar? ¿No sería mejor reutilizar? ¿O lo hacen para que la calidad de continente y contenido guarde una cierta coherencia? Antes vidrio y producto natural; ahora plástico y neologismos.
En los últimos años, los iglúes que han desaparecido en el Polo Norte ante el avance civilizador se han reconvertido a la vida urbanita. Cúpulas engañosamente verdes acumulan pedacitos de vidrio junto a contenedores de, y para, plástico, y otros cuyo contenido no se sabe muy bien si sirve para algo. La renta per cápita crece en progresión aritmética; la basura, en progresión geométrica.
Y ello es porque la comodidad resulta una pendiente difícil de remontar. Antes lavábamos los frascos de yogur y en la tienda nos devolvían unas pesetas por el casco; ahora nos hemos convencido de que con enviarlos al contenedor amarillo somos buenos ciudadanos del mundo. Así que, en vez de utilizar cien veces un mismo producto, fabricamos cien productos nuevos. Todo sea por la higiene de estrenar, aunque se logre a costa de contaminar fabricando.
No al reciclaje sistemático. Sí al reciclaje necesario. Reutilicemos, y sólo cuando ya no sea posible, reciclemos.
En los últimos años, los iglúes que han desaparecido en el Polo Norte ante el avance civilizador se han reconvertido a la vida urbanita. Cúpulas engañosamente verdes acumulan pedacitos de vidrio junto a contenedores de, y para, plástico, y otros cuyo contenido no se sabe muy bien si sirve para algo. La renta per cápita crece en progresión aritmética; la basura, en progresión geométrica.
Y ello es porque la comodidad resulta una pendiente difícil de remontar. Antes lavábamos los frascos de yogur y en la tienda nos devolvían unas pesetas por el casco; ahora nos hemos convencido de que con enviarlos al contenedor amarillo somos buenos ciudadanos del mundo. Así que, en vez de utilizar cien veces un mismo producto, fabricamos cien productos nuevos. Todo sea por la higiene de estrenar, aunque se logre a costa de contaminar fabricando.
No al reciclaje sistemático. Sí al reciclaje necesario. Reutilicemos, y sólo cuando ya no sea posible, reciclemos.
miércoles
Prohibido ser felices
En diez años se ha triplicado el consumo de antidepresivos en España. Lo ha publicado la prensa: 21.238.858 envases en 2003 (ABC, 27.12.04). ¿Quieres eso decir que somos tres veces más desgraciados? Seguramente no, sino que nos dopamos más, que resistimos menos la infelicidad.
De hecho, en España sólo un 9,2% de la población está afectada por algún trastorno mental, según las estadísticas (Esemed, OMS), pero en Estados Unidos ya van por el 26,3%, y teniendo en cuenta que se trata de un imperio rico y poderoso, aún podemos triplicar nuestra tasa de desequilibrados y encima crecer económicamente. Quizá lo que persigue el sistema es eso: que nos entre a todos la chaladura para producir más. Que seamos como células cancerígenas y trabajemos sin parar y sin pensar.
Pero ciñéndonos a la depresión, parece que por muy desarrollados que nos consideren, no estamos más contentos. El último ranking mundial de países felices estaba encabezado por Nigeria, seguida de México y Venezuela. Según la revista británica New Scientist, http://www.newscientist.com, los niveles de felicidad de los países industrializados apenas han variado desde la Segunda Guerra Mundial, a pesar del desarrollo económico de los últimos años. O el estudio es una chapuza o en cincuenta años no hemos avanzado en lo que realmente importa.
En realidad, ¿cómo vamos a ser felices si nunca alcanzamos lo que deseamos? ¿Si cada vez que logramos algo es para descubrir que acaba de aparecer otro algo mejor? De la frustración viene la impotencia, y de la impotencia, la infelicidad. Ya no deseamos saciar el hambre; deseamos degustar, paladear, sorprendernos. Las columnas de Hércules ya no son el final, sino una meta volante patrocinada por la Disney.
Aspirar a algo mejor es sinónimo de estar vivo, pero ¿acaso es razonable suspirar por un móvil mejor a los tres meses de comprarnos uno, por un abrigo mejor cada año, por un maquillaje mejor cada temporada? ¿Cómo puede la sociedad ir por delante de los hombres?
Las luces de colores nos deslumbran, nos entretienen, nos provocan mil afanes, pero nunca llegamos a lo que hay detrás, a lo que nos enraíza. Pretender comprar la felicidad es como adquirir una lata de aire del Pirineo en una tienda de souvenirs: el timo del siglo. Condenados a perseguir eternamente una zanahoria, a dar vueltas como burritos en la noria, nunca nos tocará el premio gordo, porque siempre habrá otro mayor detrás. El día que escapemos del interior de la muñeca rusa será para hallarnos dentro de otra más grande. Si la felicidad es esto, si es lo que nos prometen la economía y la sociedad occidentales, nunca llegará a nuestras manos.
Pero es que, además, nunca podremos culpar a nadie. Porque, oficialmente, la felicidad no existe. Se extinguió con el siglo XIX, se quedó prendida en los harapos de los pobres. Hoy son sus sucedáneos el éxito, el bienestar, la moda, que sí se pueden exhibir en escaparates sin peligro de demandas por publicidad engañosa. Y al lado, tratando de cubrir su ausencia, pilas cada vez más altas de fármacos para curarnos de nuestro propio masoquismo.
De hecho, en España sólo un 9,2% de la población está afectada por algún trastorno mental, según las estadísticas (Esemed, OMS), pero en Estados Unidos ya van por el 26,3%, y teniendo en cuenta que se trata de un imperio rico y poderoso, aún podemos triplicar nuestra tasa de desequilibrados y encima crecer económicamente. Quizá lo que persigue el sistema es eso: que nos entre a todos la chaladura para producir más. Que seamos como células cancerígenas y trabajemos sin parar y sin pensar.
Pero ciñéndonos a la depresión, parece que por muy desarrollados que nos consideren, no estamos más contentos. El último ranking mundial de países felices estaba encabezado por Nigeria, seguida de México y Venezuela. Según la revista británica New Scientist, http://www.newscientist.com, los niveles de felicidad de los países industrializados apenas han variado desde la Segunda Guerra Mundial, a pesar del desarrollo económico de los últimos años. O el estudio es una chapuza o en cincuenta años no hemos avanzado en lo que realmente importa.
En realidad, ¿cómo vamos a ser felices si nunca alcanzamos lo que deseamos? ¿Si cada vez que logramos algo es para descubrir que acaba de aparecer otro algo mejor? De la frustración viene la impotencia, y de la impotencia, la infelicidad. Ya no deseamos saciar el hambre; deseamos degustar, paladear, sorprendernos. Las columnas de Hércules ya no son el final, sino una meta volante patrocinada por la Disney.
Aspirar a algo mejor es sinónimo de estar vivo, pero ¿acaso es razonable suspirar por un móvil mejor a los tres meses de comprarnos uno, por un abrigo mejor cada año, por un maquillaje mejor cada temporada? ¿Cómo puede la sociedad ir por delante de los hombres?
Las luces de colores nos deslumbran, nos entretienen, nos provocan mil afanes, pero nunca llegamos a lo que hay detrás, a lo que nos enraíza. Pretender comprar la felicidad es como adquirir una lata de aire del Pirineo en una tienda de souvenirs: el timo del siglo. Condenados a perseguir eternamente una zanahoria, a dar vueltas como burritos en la noria, nunca nos tocará el premio gordo, porque siempre habrá otro mayor detrás. El día que escapemos del interior de la muñeca rusa será para hallarnos dentro de otra más grande. Si la felicidad es esto, si es lo que nos prometen la economía y la sociedad occidentales, nunca llegará a nuestras manos.
Pero es que, además, nunca podremos culpar a nadie. Porque, oficialmente, la felicidad no existe. Se extinguió con el siglo XIX, se quedó prendida en los harapos de los pobres. Hoy son sus sucedáneos el éxito, el bienestar, la moda, que sí se pueden exhibir en escaparates sin peligro de demandas por publicidad engañosa. Y al lado, tratando de cubrir su ausencia, pilas cada vez más altas de fármacos para curarnos de nuestro propio masoquismo.
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