En diez años se ha triplicado el consumo de antidepresivos en España. Lo ha publicado la prensa: 21.238.858 envases en 2003 (ABC, 27.12.04). ¿Quieres eso decir que somos tres veces más desgraciados? Seguramente no, sino que nos dopamos más, que resistimos menos la infelicidad.
De hecho, en España sólo un 9,2% de la población está afectada por algún trastorno mental, según las estadísticas (Esemed, OMS), pero en Estados Unidos ya van por el 26,3%, y teniendo en cuenta que se trata de un imperio rico y poderoso, aún podemos triplicar nuestra tasa de desequilibrados y encima crecer económicamente. Quizá lo que persigue el sistema es eso: que nos entre a todos la chaladura para producir más. Que seamos como células cancerígenas y trabajemos sin parar y sin pensar.
Pero ciñéndonos a la depresión, parece que por muy desarrollados que nos consideren, no estamos más contentos. El último ranking mundial de países felices estaba encabezado por Nigeria, seguida de México y Venezuela. Según la revista británica New Scientist, http://www.newscientist.com, los niveles de felicidad de los países industrializados apenas han variado desde la Segunda Guerra Mundial, a pesar del desarrollo económico de los últimos años. O el estudio es una chapuza o en cincuenta años no hemos avanzado en lo que realmente importa.
En realidad, ¿cómo vamos a ser felices si nunca alcanzamos lo que deseamos? ¿Si cada vez que logramos algo es para descubrir que acaba de aparecer otro algo mejor? De la frustración viene la impotencia, y de la impotencia, la infelicidad. Ya no deseamos saciar el hambre; deseamos degustar, paladear, sorprendernos. Las columnas de Hércules ya no son el final, sino una meta volante patrocinada por la Disney.
Aspirar a algo mejor es sinónimo de estar vivo, pero ¿acaso es razonable suspirar por un móvil mejor a los tres meses de comprarnos uno, por un abrigo mejor cada año, por un maquillaje mejor cada temporada? ¿Cómo puede la sociedad ir por delante de los hombres?
Las luces de colores nos deslumbran, nos entretienen, nos provocan mil afanes, pero nunca llegamos a lo que hay detrás, a lo que nos enraíza. Pretender comprar la felicidad es como adquirir una lata de aire del Pirineo en una tienda de souvenirs: el timo del siglo. Condenados a perseguir eternamente una zanahoria, a dar vueltas como burritos en la noria, nunca nos tocará el premio gordo, porque siempre habrá otro mayor detrás. El día que escapemos del interior de la muñeca rusa será para hallarnos dentro de otra más grande. Si la felicidad es esto, si es lo que nos prometen la economía y la sociedad occidentales, nunca llegará a nuestras manos.
Pero es que, además, nunca podremos culpar a nadie. Porque, oficialmente, la felicidad no existe. Se extinguió con el siglo XIX, se quedó prendida en los harapos de los pobres. Hoy son sus sucedáneos el éxito, el bienestar, la moda, que sí se pueden exhibir en escaparates sin peligro de demandas por publicidad engañosa. Y al lado, tratando de cubrir su ausencia, pilas cada vez más altas de fármacos para curarnos de nuestro propio masoquismo.
La vida es sencilla y el dinero la complica.
miércoles
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