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miércoles

ANALES DE LA PUBLICIDAD: ¿Por qué se inventaría la televisión?

Desde que tengo uso de razón (hace relativamente poco) siento verdadera fascinación por los inventores. Esta mañana, sin venir a cuento, en el tren, camino del trabajo, echando un vistazo adormilado por la ventana, me he acordado de la historia de uno de los (muchos) padres de la televisión: Philo T. Farnsworth (1906-1971).

Resulta que Philo, según leí en un artículo hace ya bastante tiempo, tuvo la idea de su invento a la temprana edad de catorce años, mientras labraba junto a sus padres un campo de patatas en la granja familiar en un pequeño pueblo de Idaho. El joven Philo no dejaba de fijarse en los surcos paralelos del campo, y se le ocurrió que las imágenes se podían enviar electrónicamente a través del aire de la misma forma, descompuestas en sencillas líneas.

Con 21 años, hizo la primera presentación en sociedad de su invento, todavía rudimentario, ayudado por su esposa y su cuñado, ilusionado y respaldado por inversores asombrados por este nuevo producto y por su capacidad de convicción. A partir de ahí todo fueron dificultades para Farnsworth y su intento de sacar adelante su producto y competir con las grandes compañías, que estaban investigando al mismo tiempo que él –Vladimir Zworkyn le seguía de cerca en sus investigaciones para la RCA—. Al final, el hambre de evolución tecnológica le absorbió; le fue relegando, primero, a un segundo plano, y le dejó, después, en el camino, abocándole al borde de la locura.

Se me ha ocurrido recuperar esta historia porque, señoras y señores, estoy harto de los anuncios de televisión, que nos conminan a consumir, consumir, consumir y consumir. El éxito individual, vienen a decir todos los anuncios, sea cual sea el producto, se encuentra en la capacidad de satisfacer una necesidad que se está creando artificialmente. Si nuestro amigo Philo, y otros cuantos, no se hubieran empeñado tanto en que ese invento viera la luz, quizá la publicidad tendría menos posibilidades de llegar con sus garras hasta nosotros. Además, ¿cómo ha contribuido la publicidad al desarrollo del ser humano? (Ojo, desarrollo en el sentido de ser agente de cambio para enriquecer a una especie.) Contesto yo: DE NINGUNA FORMA.

¿Cómo se vivía sin anuncios? Porque antes de que se inventara la TV y se descubrieran sus infinitas posibilidades de alienar e ir conformando la personalidad de millones de consumidores ya había publicidad en otros formatos. Hace ya un par de años, con motivo de alguna celebración del diario ABC en Sevilla cuyo motivo no recuerdo, los simpáticos editores de esta cabecera centenaria recuperaron el primer número que apareció en las calles sevillanas (correspondiente al 12 de octubre de 1929; cada número suelto costaba 10 céntimos de peseta), prepararon un PDF y lo colgaron en Internet.

Obviamente, el periódico tenía anuncios, pero no eran agresivos, en el sentido de que una vez los habías leido no necesitabas una pomada para curar las almorranas para ser feliz. Alguno, incluso, era amable, agradable. “Adiós al verano”, rezaba un anuncio de Heno de Pravia. El dibujo de una mujer (vestida, un pelín asexuada, muy de la época), contaba cómo “ya se van los días soleados y tibios, dejando paso al frío y al viento, tan crueles ambos para los cutis delicados”. ¿Agresivo? Para nada. Visto que es imposible erradicar la publicidad (que permite que se vendan productos que dan muchos, muchos, muchos beneficios a unos señores y puestos de trabajo a la gran masa consumidora) no estaría mal una vuelta a esta publicidad. Hay cosas que no deberían evolucionar tanto.

Ahora, la publicidad taladra nuestras pobrecitas cabezas hasta el punto de intentar convencernos de que si no tomamos ésta o aquella crema anti-almorranas, no somos felices. Lo digo en serio. Desde hace semanas he visto anunciado en televisión un producto anti-almorranas mil veces y me he comprado la famosa crema. Lo más curioso de todo es que me la doy religiosamente... y, curiosamente, nunca he tenido almorranas. ¡Qué necesidades más raras crea la publicidad!

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