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jueves

Antropología del turismo rural

El turismo de sol y playa creó varios e interesantes estereotipos a la sombra del chiringuito que hoy están plenamente integrados en la fisionomía vacacional.

Ahora, el turismo rural está destilando otra serie de pintorescos personajes que salpican los fines de semana de la geografía española. Los ponemos en masculino, pero quede claro que el significado es neutro.

PAISANAJE DEL SIGLO XXI

El guía turístico coetáneo de doña Rogelia que salpica las explicaciones de la iglesia del lugar con comentarios de valor del tipo "aquí tenemos un cuadro muy bonito y de los mejor hechos" o frases de memorieta “agerundiadas” al estilo "construyéndose en el siglo XVI...".

El vigilante vocacional de estacionamiento regulado, que consigue que sólo aparque un coche cada quince metros tras preservar puertas, ventanas, lugares donde poner la silla para tomar el fresco, espacio reservado al tractor y macetones varios. Por supuesto, no paga vado alguno.

El redactor de folletos turísticos formato enciclopedia Espasa-Calpe que enumeran monumentos de gran interés, como la casa de una familia principal (que suele parecer un corralón), la antigua fragua/molino/fábrica de conservas (de la que quedan dos muros en pie), la picota (este es un clásico), el ayuntamiento (que afortunadamente no dejan visitar) y, por supuesto, la iglesia y un par de ermitas a 5 kilómetros. Este personaje suele estar complementado por un agente de información turística que asegura que es imposible ver el pueblo en una mañana y que mejor quedarse a comer.

Los cocineros del mesón típico, que a pesar de su tipismo no han conseguido aprender a cocinar ni a diseñar menús digestivos. Viven en simbiosis con los practicantes del "turismo gastronómico", es decir, los que entienden por turismo llegar, tomar el aperitivo, empapuzarse, dejarse un dineral en la cuenta, bajar la pesadez con un café y volverse a su casa. Estos últimos suelen ir en manada.

El talibán anti turismo que va a otras localidades o a la ciudad para todo lo que necesita y no puede encontrar donde vive, pero detesta verse rodeado de gente foránea que profana su pueblo.

El colgado de la fotografía, que se mete hasta el patio de las casas para tomar imágenes poco menos que del cuarto de baño. El requisito indispensable es llevar una reflex, que sirve de pasaporte universal. Con una cámara compacta no vale.

El urbanita feliz que se deja timar con todo tipo de productos típicos, presuntamente artesanales o alimenticios, que encontraría más baratos en el supermercado de la esquina.

El feliz conductor de todoterrenos, que debe estacionar en la puerta de cualquier sitio al que se acerque. Suele incorporar un par de niños pijillos y maleducados, va engominado y con náuticos y su señora esposa (la de las mechas) se pasa el día entaconada y renegando del consistorio por el estado de la cuesta del castillo.

El listillo que habla con suficiencia de la vida en los pueblos y la gente de pueblo en presencia de camareros (del pueblo), guías (del pueblo) o tenderos (del pueblo).

El habitante de casa rural, treinteañero, más elegante que los dueños de chalés y quemador compulsivo de leña, que va buscando el mito del “beatus ille” y la intimidad romántica.

El dominguero tripudo y con riñonera que no se quita el chándal en todo el fin de semana. Zona de influencia: barbacoas con radio incorporada. Ahúma a los vecinos y atruena con el cortacésped, pero, al menos, éste paga la contribución.


Dejamos a pensadores y filósofos valorar si estos estereotipos están llamados al amor o a la guerra, a la simbiosis o al parasitismo, pero vive Dios que la tensión está ahí. Cada sábado, domingo o puente de guardar, hordas de habitantes de ciudad inundan los pueblos y reavivan un pequeño choque de civilizaciones.

Si el asunto acabará bien o mal, o si no acabará, eso no lo sabemos.

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