Estudios científicos no lo han demostrado, pero es cierto, no puede ser de otro modo: hay gente que en vacaciones se desconecta y desaparece. Llega el uno de septiembre y plic, vuelven a estar en la oficina.
¿A qué han dedicado ese tiempo? ¿Irse de viaje, tirarse en la playa, dormir, comer a placer? Noooooooooo: han hecho paréntesis para luego recitar sus variaciones del pobre fray Luis de León: “Nos reuníamos ayer...”, “revisábamos ayer...”, “llamábamos ayer...”. Es como si el tiempo no pasara sobre ellos, aunque luego te fijas y parecen el retrato de Dorian Gray de ajados, amargados y avejentados. No descansan, no desconectan.
Las personas así no deberían tener derecho a vacaciones, no; deberían tener la obligación de irse once meses a Siberia y dejar en paz al resto del mundo, que para eso está la Convención de Ginebra.
Esta gente que sólo disfruta trabajando y haciendo trabajar no ha pasado del Génesis 3, 17-19, y mira que ha llovido desde entonces y hasta el año pasado.
Digámoslo de una vez: trabajar es malo (¿por qué, si no, el infarto se considera accidente laboral?), y descansar es bueno. La filosofía, el ocio, el amor y el conocimiento del mundo no nacieron en una empresa. A Bécquer le echaron por escribir poemas en horas de trabajo y gracias a eso hoy nadie le recuerda como oficinista, profesión en la que –por cierto– es difícil alcanzar la fama.
En resumen: igual que el veneno, el trabajo sólo es bueno en pequeñas dosis.
En cambio, las vacaciones nunca han matado a nadie.
La vida es sencilla y el dinero la complica.
martes
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