Desde que tengo uso de razón (hace relativamente poco) siento verdadera fascinación por los inventores. Esta mañana, sin venir a cuento, en el tren, camino del trabajo, echando un vistazo adormilado por la ventana, me he acordado de la historia de uno de los (muchos) padres de la televisión: Philo T. Farnsworth (1906-1971).
Resulta que Philo, según leí en un artículo hace ya bastante tiempo, tuvo la idea de su invento a la temprana edad de catorce años, mientras labraba junto a sus padres un campo de patatas en la granja familiar en un pequeño pueblo de Idaho. El joven Philo no dejaba de fijarse en los surcos paralelos del campo, y se le ocurrió que las imágenes se podían enviar electrónicamente a través del aire de la misma forma, descompuestas en sencillas líneas.
Con 21 años, hizo la primera presentación en sociedad de su invento, todavía rudimentario, ayudado por su esposa y su cuñado, ilusionado y respaldado por inversores asombrados por este nuevo producto y por su capacidad de convicción. A partir de ahí todo fueron dificultades para Farnsworth y su intento de sacar adelante su producto y competir con las grandes compañías, que estaban investigando al mismo tiempo que él –Vladimir Zworkyn le seguía de cerca en sus investigaciones para la RCA—. Al final, el hambre de evolución tecnológica le absorbió; le fue relegando, primero, a un segundo plano, y le dejó, después, en el camino, abocándole al borde de la locura.
Se me ha ocurrido recuperar esta historia porque, señoras y señores, estoy harto de los anuncios de televisión, que nos conminan a consumir, consumir, consumir y consumir. El éxito individual, vienen a decir todos los anuncios, sea cual sea el producto, se encuentra en la capacidad de satisfacer una necesidad que se está creando artificialmente. Si nuestro amigo Philo, y otros cuantos, no se hubieran empeñado tanto en que ese invento viera la luz, quizá la publicidad tendría menos posibilidades de llegar con sus garras hasta nosotros. Además, ¿cómo ha contribuido la publicidad al desarrollo del ser humano? (Ojo, desarrollo en el sentido de ser agente de cambio para enriquecer a una especie.) Contesto yo: DE NINGUNA FORMA.
¿Cómo se vivía sin anuncios? Porque antes de que se inventara la TV y se descubrieran sus infinitas posibilidades de alienar e ir conformando la personalidad de millones de consumidores ya había publicidad en otros formatos. Hace ya un par de años, con motivo de alguna celebración del diario ABC en Sevilla cuyo motivo no recuerdo, los simpáticos editores de esta cabecera centenaria recuperaron el primer número que apareció en las calles sevillanas (correspondiente al 12 de octubre de 1929; cada número suelto costaba 10 céntimos de peseta), prepararon un PDF y lo colgaron en Internet.
Obviamente, el periódico tenía anuncios, pero no eran agresivos, en el sentido de que una vez los habías leido no necesitabas una pomada para curar las almorranas para ser feliz. Alguno, incluso, era amable, agradable. “Adiós al verano”, rezaba un anuncio de Heno de Pravia. El dibujo de una mujer (vestida, un pelín asexuada, muy de la época), contaba cómo “ya se van los días soleados y tibios, dejando paso al frío y al viento, tan crueles ambos para los cutis delicados”. ¿Agresivo? Para nada. Visto que es imposible erradicar la publicidad (que permite que se vendan productos que dan muchos, muchos, muchos beneficios a unos señores y puestos de trabajo a la gran masa consumidora) no estaría mal una vuelta a esta publicidad. Hay cosas que no deberían evolucionar tanto.
Ahora, la publicidad taladra nuestras pobrecitas cabezas hasta el punto de intentar convencernos de que si no tomamos ésta o aquella crema anti-almorranas, no somos felices. Lo digo en serio. Desde hace semanas he visto anunciado en televisión un producto anti-almorranas mil veces y me he comprado la famosa crema. Lo más curioso de todo es que me la doy religiosamente... y, curiosamente, nunca he tenido almorranas. ¡Qué necesidades más raras crea la publicidad!
La vida es sencilla y el dinero la complica.
miércoles
martes
La generación frustrada
Nuestro tiempo nos ha permitido alcanzar las cotas más altas de la historia en muchos aspectos. Somos los que tenemos un nivel cultural más alto, más estudios, más medios de comunicación a nuestro alcance, más máquinas que nos ahorran trabajo… pero carecemos de tiempo para explotar nuestras potencialidades. Formamos las generaciones frustradas.
Cuantos más conocimientos adquirimos, más nos damos cuenta de que menos libre albedrío hemos alcanzado. Por primera vez, nos planteamos ciertas cosas y, también por vez primera, podemos expresar lo que pensamos. Sí, pero no es más que un desahogo, porque lo que es hacer, eso ya lo deciden otros por nosotros.
No, no creemos que cualquier tiempo pasado fuera mejor. No añoramos las épocas del trabajo de sol a sol, de la falta de derechos, de las enfermedades, de la ignorancia. Reclamamos, únicamente, pagar el peaje justo por las ventajas que tenemos. ¿Por qué debemos trabajar ocho horas si sólo necesitamos siete para hacer lo mismo que hemos hecho siempre?
¿Nadie se ha parado a pensar por qué sólo el 61% de las horas que trabajamos son productivas? ¿Qué interés hay en que perdamos tanto tiempo en tareas inútiles en vez de descansando o desarrollando nuestra creatividad?
Dado que el tiempo de las conspiraciones pasó, quizá no sea más que un modo de agotarnos para que luego agradezcamos el ocio convenientemente prefabricado. La espiral ha ascendido tanto que cuando antes nos preguntábamos cuántas cosas nos intentan vender a lo largo del día, hoy la pregunta pasa a ser cuántas cosas vendemos nosotros a lo largo del día. ¿Cuántas vendemos y cuántas creamos? Muy pocas, lo cual es un flagrante despilfarro de tantos años y recursos destinados a la formación.
Se argüirá que hay quienes estudian para vender. Pues sí. Es más, hemos visto cantar el Gaudeamus Igitur en un acto de ESIC en el que salían promociones de másters a cual con más contenido de marketing, es decir, con menos contenido real. Para eso se usa un himno universitario: para proclamar que esto es todo lo que merece la pena saber. Antes la oratoria vendía ideas en la asamblea; ahora el marketing vende objetos en todas partes y a cualquier hora.
Pretenden hacernos creer que todos necesitamos cada vez más cosas, que todos somos igual de tontos, una paradoja cuando científicamente está comprobado que el nivel intelectual va en aumento. Para el antropólogo, el sentido de la trascendencia es lo que hace hombre al hombre. Para el marketiniano, la avidez consumista es el signo de nuestra civilización. No hay avance de la inteligencia ni del conocimiento que la falta de tiempo no sea capaz de borrar.
Ya no importa que la enciclopedia sea completa, sino que la vendan bien. No importa el objeto, sino la transacción. Como huevos de pascua, hoy lo que nos rodea es papel de colores brillantes y lazos que sólo envuelven un chocolate de dudosa calidad. El vacío nunca fue tan atractivo.
(*) Según Proudfoot Consulting (www.proudfootconsulting.com) la tasa de productividad en España se sitúa en el 61%, similar a Sudáfrica. En España se trabajan más horas que en el resto de países europeos, 1.806 al año, sólo por detrás de Estados Unidos. La causa: falta de planificación y gestión.
La media del cociente intelectual de los niños españoles se ha incrementado entre un 15 y un 17% en los últimos 30 años gracias a las mejoras en su alimentación, higiene y asistencia médica, según un estudio elaborado por profesores de Psicología de las universidades de Barcelona y Autónoma de Madrid, publicado en la revista científica norteamericana Intelligence (diciembre 2004).
Cuantos más conocimientos adquirimos, más nos damos cuenta de que menos libre albedrío hemos alcanzado. Por primera vez, nos planteamos ciertas cosas y, también por vez primera, podemos expresar lo que pensamos. Sí, pero no es más que un desahogo, porque lo que es hacer, eso ya lo deciden otros por nosotros.
No, no creemos que cualquier tiempo pasado fuera mejor. No añoramos las épocas del trabajo de sol a sol, de la falta de derechos, de las enfermedades, de la ignorancia. Reclamamos, únicamente, pagar el peaje justo por las ventajas que tenemos. ¿Por qué debemos trabajar ocho horas si sólo necesitamos siete para hacer lo mismo que hemos hecho siempre?
¿Nadie se ha parado a pensar por qué sólo el 61% de las horas que trabajamos son productivas? ¿Qué interés hay en que perdamos tanto tiempo en tareas inútiles en vez de descansando o desarrollando nuestra creatividad?
Dado que el tiempo de las conspiraciones pasó, quizá no sea más que un modo de agotarnos para que luego agradezcamos el ocio convenientemente prefabricado. La espiral ha ascendido tanto que cuando antes nos preguntábamos cuántas cosas nos intentan vender a lo largo del día, hoy la pregunta pasa a ser cuántas cosas vendemos nosotros a lo largo del día. ¿Cuántas vendemos y cuántas creamos? Muy pocas, lo cual es un flagrante despilfarro de tantos años y recursos destinados a la formación.
Se argüirá que hay quienes estudian para vender. Pues sí. Es más, hemos visto cantar el Gaudeamus Igitur en un acto de ESIC en el que salían promociones de másters a cual con más contenido de marketing, es decir, con menos contenido real. Para eso se usa un himno universitario: para proclamar que esto es todo lo que merece la pena saber. Antes la oratoria vendía ideas en la asamblea; ahora el marketing vende objetos en todas partes y a cualquier hora.
Pretenden hacernos creer que todos necesitamos cada vez más cosas, que todos somos igual de tontos, una paradoja cuando científicamente está comprobado que el nivel intelectual va en aumento. Para el antropólogo, el sentido de la trascendencia es lo que hace hombre al hombre. Para el marketiniano, la avidez consumista es el signo de nuestra civilización. No hay avance de la inteligencia ni del conocimiento que la falta de tiempo no sea capaz de borrar.
Ya no importa que la enciclopedia sea completa, sino que la vendan bien. No importa el objeto, sino la transacción. Como huevos de pascua, hoy lo que nos rodea es papel de colores brillantes y lazos que sólo envuelven un chocolate de dudosa calidad. El vacío nunca fue tan atractivo.
(*) Según Proudfoot Consulting (www.proudfootconsulting.com) la tasa de productividad en España se sitúa en el 61%, similar a Sudáfrica. En España se trabajan más horas que en el resto de países europeos, 1.806 al año, sólo por detrás de Estados Unidos. La causa: falta de planificación y gestión.
La media del cociente intelectual de los niños españoles se ha incrementado entre un 15 y un 17% en los últimos 30 años gracias a las mejoras en su alimentación, higiene y asistencia médica, según un estudio elaborado por profesores de Psicología de las universidades de Barcelona y Autónoma de Madrid, publicado en la revista científica norteamericana Intelligence (diciembre 2004).
lunes
ANALES DE LA ANTROPOLOGÍA: El capuchino de Brasil y el hombre, a un paso
La evolución de las especies continúa, inexorable, con pequeños grandes pasos a pesar de las cuentas de resultados de nuestros clientes y de los beneficios de nuestras empresas. Ensimismados en nuestros pequeños trabajos y en nuestros minúsculos problemas cotidianos, nos olvidamos de que el mundo sigue evolucionando, tal y como lleva haciendo desde hace millones de años.
Ajeno a reuniones, informes, estadísticas, retornos de inversiones, exigencias de competitividad y productividad, impactos mediáticos, estrategias de marketing, compañeros resentidos, jefes de todos los pelajes y aspiraciones laborales, en el universo, en distintos planetas, en distintas especies, se están produciendo cambios fundamentales que nos pasan inadvertidos a la mayoría de los mortales que llevamos corbata de lunes a viernes.
Vale, vale. Lo sé, lo sé. Ya sé que hay mucha gente que ya sabía eso. Pero, para alguien que no ha sido nunca una persona de Ciencias, éste es un descubrimiento de proporciones gigantescas, como el del sándwich en el siglo XVIII y la sandwichera, más cerca, en el siglo XX. Este descubrimiento es aún mayor al ver la posibilidad de aplicar las leyes más básicas de la Evolución al entorno laboral.
Un amigo mío, aprovechando un pequeño descanso entre tensión y tensión con un cliente en su empresa, se conectó el otro día a la edición on line de la revista Nature (http://www.nature.com). No tanto por una vocación de conocimiento, como por cambiar de aires desde su pequeño cubículo con algún tema que distrajera su atención de la realidad, según me contó él después. En el fondo fue una casualidad, resumo yo.
Resulta que, recientemente, como he podido comprobar por mis propios medios, la Universidad de Cambridge ha hecho un descubrimiento sin igual, que ha publicado en la revista Science, sobre el comportamiento de los monos capuchinos (Cebus apella libidinosus) en Brasil.
El titular fue lo que le hizo leer el artículo: “Hungry monkeys can dig it” (un juego de palabras con bastante gracia, que viene a decir, en una traducción libre y poco académica, algo así como que “Los monos hambrientos pueden clavarla”). Resulta que los capuchinos (los monos, no la congregación religiosa) que habitan las copas de los árboles en el noroeste de Brasil, una zona de bosques secos, y que nunca bajan de ellos, movidos por el hambre, no han tenido más remedio que dar con sus patitas en la tierra.
He aquí el primer paso de la evolución. El mono nunca baja del árbol. El mono tiene hambre. El mono baja del árbol. Hasta aquí, bastante sencillo. Pero hay más. El mono tiene miedo. Y el mono tiene a mano millones de ramas a su alcance y alrededor del árbol, alguna que otra piedra. Así: El mono coge una rama y baja del árbol. En el suelo, coge una piedra. Ya en tierra firme, el mono se encuentra con tres problemas:
1) Sigue teniendo miedo.
2) No hay mucho que comer. Todos sabemos que en el noroeste de Brasil no hay mucho que comer, salvo carne de mono.
3) Tienen una piedra en una mano y un palo en la otra. ¿Si le pica la cabeza, qué va a hacer?
Total, que como tiene un palo en la mano y una piedra en la otra, para quitarse el miedo –yo, reconozco, haría lo mismo— da golpes en el suelo. Para quitarse ese mal cuerpo de encima. Y, date, resulta que el terreno se va erosionando y deja ver las raíces y algún que otro tubérculo. El mono se lleva a la boca esas raíces. Como le saben bien –el mono, en el fondo, es consciente de que es un mono y de que tampoco está para muchos festines—piensa: “Pues voy a seguir con el palo y con la piedra”.
En ese punto del artículo, el periodista incluye una cita de uno de los investigadores. Según Phyllis Lee: “Están utilizando su mente, no sólo la fuerza bruta”. La conclusión y la frase no pueden ser más sencillas. No obstante, a veces lo evidente lo damos por contado y no somos conscientes de la verdadera importancia que tiene.
¿Y qué tiene que ver esto con la empresa? Muy fácil. Diciembre trae siempre fechas de nuevos proyectos y el que más y el que menos piensa en una subidita de sueldo. Sobre todo si ya ha comprado algún regalo de Navidad. Mi amigo acababa de leer este artículo y estaba pensando en la mencionada subida de sueldo. Así que tomemos el caso del mono:
1. Tiene hambre.
2. Tiene un palo.
3. Tiene una piedra.
4. Se sirve del palo y de la piedra para conseguir dejar de tener hambre.
Tomemos ahora el caso de mi amigo:
1. Quiere una subida.
2. No tiene un palo a mano, pero puede buscarlo. En las oficinas, siempre hay cosas inútiles, como pilas de informes.
3. No tiene una piedra a mano, pero puede buscarla. En las oficinas, siempre hay pisapapeles, altavoces de ordenador, etc, etc.
4. Si se sirve del “palo” y de la “piedra” conseguirá la subida.
No le hizo falta golpear nada. Fue verle su jefe con varios informes debajo del brazo derecho y con un altavoz en la mano izquierda. La subida fue inmediata. Mi amigo me contaba el otro día: “Empleé mi mente y no la fuerza bruta”. El jefe vio a mi amigo realizando un esfuerzo físico y pensó: “Este chico no sólo tiene cabeza, sino también buena disposición para cargar con documentos de un lado a otro de la oficina. Merece una subida.” Así es como piensan los jefes.
Reconocedlo. Le veis un fallo a esta adaptación natural al entorno. Yo también. Podía haberle salido todo mal a mi amigo. Él cree que la subida fue por una cosa y en realidad fue por otra. Además, en el caso de que hubiera golpeado con alguno de los objetos en el suelo o en la cabeza de su superior, en el mundo real hay leyes y no se puede andar con palos y piedras. Eso le dije yo. Eso exactamente. Y, ¿sabéis qué contestó? Lo siguiente: “Claro que sé todo eso. Si hubiera habido algún problema, me vuelvo a subir al árbol y tan tranquilo”. La evolución es inexorable.
Ajeno a reuniones, informes, estadísticas, retornos de inversiones, exigencias de competitividad y productividad, impactos mediáticos, estrategias de marketing, compañeros resentidos, jefes de todos los pelajes y aspiraciones laborales, en el universo, en distintos planetas, en distintas especies, se están produciendo cambios fundamentales que nos pasan inadvertidos a la mayoría de los mortales que llevamos corbata de lunes a viernes.
Vale, vale. Lo sé, lo sé. Ya sé que hay mucha gente que ya sabía eso. Pero, para alguien que no ha sido nunca una persona de Ciencias, éste es un descubrimiento de proporciones gigantescas, como el del sándwich en el siglo XVIII y la sandwichera, más cerca, en el siglo XX. Este descubrimiento es aún mayor al ver la posibilidad de aplicar las leyes más básicas de la Evolución al entorno laboral.
Un amigo mío, aprovechando un pequeño descanso entre tensión y tensión con un cliente en su empresa, se conectó el otro día a la edición on line de la revista Nature (http://www.nature.com). No tanto por una vocación de conocimiento, como por cambiar de aires desde su pequeño cubículo con algún tema que distrajera su atención de la realidad, según me contó él después. En el fondo fue una casualidad, resumo yo.
Resulta que, recientemente, como he podido comprobar por mis propios medios, la Universidad de Cambridge ha hecho un descubrimiento sin igual, que ha publicado en la revista Science, sobre el comportamiento de los monos capuchinos (Cebus apella libidinosus) en Brasil.
El titular fue lo que le hizo leer el artículo: “Hungry monkeys can dig it” (un juego de palabras con bastante gracia, que viene a decir, en una traducción libre y poco académica, algo así como que “Los monos hambrientos pueden clavarla”). Resulta que los capuchinos (los monos, no la congregación religiosa) que habitan las copas de los árboles en el noroeste de Brasil, una zona de bosques secos, y que nunca bajan de ellos, movidos por el hambre, no han tenido más remedio que dar con sus patitas en la tierra.
He aquí el primer paso de la evolución. El mono nunca baja del árbol. El mono tiene hambre. El mono baja del árbol. Hasta aquí, bastante sencillo. Pero hay más. El mono tiene miedo. Y el mono tiene a mano millones de ramas a su alcance y alrededor del árbol, alguna que otra piedra. Así: El mono coge una rama y baja del árbol. En el suelo, coge una piedra. Ya en tierra firme, el mono se encuentra con tres problemas:
1) Sigue teniendo miedo.
2) No hay mucho que comer. Todos sabemos que en el noroeste de Brasil no hay mucho que comer, salvo carne de mono.
3) Tienen una piedra en una mano y un palo en la otra. ¿Si le pica la cabeza, qué va a hacer?
Total, que como tiene un palo en la mano y una piedra en la otra, para quitarse el miedo –yo, reconozco, haría lo mismo— da golpes en el suelo. Para quitarse ese mal cuerpo de encima. Y, date, resulta que el terreno se va erosionando y deja ver las raíces y algún que otro tubérculo. El mono se lleva a la boca esas raíces. Como le saben bien –el mono, en el fondo, es consciente de que es un mono y de que tampoco está para muchos festines—piensa: “Pues voy a seguir con el palo y con la piedra”.
En ese punto del artículo, el periodista incluye una cita de uno de los investigadores. Según Phyllis Lee: “Están utilizando su mente, no sólo la fuerza bruta”. La conclusión y la frase no pueden ser más sencillas. No obstante, a veces lo evidente lo damos por contado y no somos conscientes de la verdadera importancia que tiene.
¿Y qué tiene que ver esto con la empresa? Muy fácil. Diciembre trae siempre fechas de nuevos proyectos y el que más y el que menos piensa en una subidita de sueldo. Sobre todo si ya ha comprado algún regalo de Navidad. Mi amigo acababa de leer este artículo y estaba pensando en la mencionada subida de sueldo. Así que tomemos el caso del mono:
1. Tiene hambre.
2. Tiene un palo.
3. Tiene una piedra.
4. Se sirve del palo y de la piedra para conseguir dejar de tener hambre.
Tomemos ahora el caso de mi amigo:
1. Quiere una subida.
2. No tiene un palo a mano, pero puede buscarlo. En las oficinas, siempre hay cosas inútiles, como pilas de informes.
3. No tiene una piedra a mano, pero puede buscarla. En las oficinas, siempre hay pisapapeles, altavoces de ordenador, etc, etc.
4. Si se sirve del “palo” y de la “piedra” conseguirá la subida.
No le hizo falta golpear nada. Fue verle su jefe con varios informes debajo del brazo derecho y con un altavoz en la mano izquierda. La subida fue inmediata. Mi amigo me contaba el otro día: “Empleé mi mente y no la fuerza bruta”. El jefe vio a mi amigo realizando un esfuerzo físico y pensó: “Este chico no sólo tiene cabeza, sino también buena disposición para cargar con documentos de un lado a otro de la oficina. Merece una subida.” Así es como piensan los jefes.
Reconocedlo. Le veis un fallo a esta adaptación natural al entorno. Yo también. Podía haberle salido todo mal a mi amigo. Él cree que la subida fue por una cosa y en realidad fue por otra. Además, en el caso de que hubiera golpeado con alguno de los objetos en el suelo o en la cabeza de su superior, en el mundo real hay leyes y no se puede andar con palos y piedras. Eso le dije yo. Eso exactamente. Y, ¿sabéis qué contestó? Lo siguiente: “Claro que sé todo eso. Si hubiera habido algún problema, me vuelvo a subir al árbol y tan tranquilo”. La evolución es inexorable.
viernes
ENEMIGO PÚBLICO: El siniestro dúo minutero-segundero
El reloj es un bicho traidor que ha pasado de aliado a gendarme. Las cosas ya no pasan cuando tienen que pasar, cuando la gente está preparada, sino cuando lo indica ese aparatejo milimétrico.
Los relojes nos rodean como las telepantallas de '1984': Se encuentran en las marquesinas, en el ordenador, en el móvil, en el microondas, en la cadena de música.
¿Cuántas veces decimos que nos hemos despertado porque había luz o porque tenemos la hora cogida? Sí, muchas; pero sólo cuando no había que ir a trabajar o a estudiar.
Nos obligan a desoír nuestros biorritmos y a levantarnos de noche; a entrar en la oficina cuando aún brillan las farolas; a salir tras la puesta de sol; a amontonarnos en el transporte público, en el restaurante, en las tiendas... Todo a deshora, todos a la vez.
Calentamos el café al segundo, fichamos en el minuto exacto, parimos el día que indica el médico, aprendemos a andar el mes que prevé el manual, nos jubilamos el año que establece el Gobierno.
Nos argumentan que sin relojes todo sería un caos, que la productividad caería en picado. Nosotros respondemos: no necesitamos producir tanto, no necesitamos aglomerarnos si vivimos en un mundo que no duerme.
Nos diferenciamos de las máquinas en que somos flexibles y creativos. ¿Qué mal hay en levantarse al amanecer, trabajar mientras haya luz, terminar las catedrales cuando humanamente se pueda...?
Un mundo que no está dominado por las necesidades humanas no es humano. Que desaparezcan de todos los relojes la aguja larga y el segundero.
Los relojes nos rodean como las telepantallas de '1984': Se encuentran en las marquesinas, en el ordenador, en el móvil, en el microondas, en la cadena de música.
¿Cuántas veces decimos que nos hemos despertado porque había luz o porque tenemos la hora cogida? Sí, muchas; pero sólo cuando no había que ir a trabajar o a estudiar.
Nos obligan a desoír nuestros biorritmos y a levantarnos de noche; a entrar en la oficina cuando aún brillan las farolas; a salir tras la puesta de sol; a amontonarnos en el transporte público, en el restaurante, en las tiendas... Todo a deshora, todos a la vez.
Calentamos el café al segundo, fichamos en el minuto exacto, parimos el día que indica el médico, aprendemos a andar el mes que prevé el manual, nos jubilamos el año que establece el Gobierno.
Nos argumentan que sin relojes todo sería un caos, que la productividad caería en picado. Nosotros respondemos: no necesitamos producir tanto, no necesitamos aglomerarnos si vivimos en un mundo que no duerme.
Nos diferenciamos de las máquinas en que somos flexibles y creativos. ¿Qué mal hay en levantarse al amanecer, trabajar mientras haya luz, terminar las catedrales cuando humanamente se pueda...?
Un mundo que no está dominado por las necesidades humanas no es humano. Que desaparezcan de todos los relojes la aguja larga y el segundero.
martes
Bienvenidos a este blog
Cuando comenzamos a trabajar, tardábamos dos horas en enviar por fax una nota de prensa. Ahora, apretamos un botón y lo hacemos en menos de diez minutos gracias a la tecnología. ¿Gracias a eso trabajamos menos horas al día? No. Al contrario.
Cada vez que un político o empresario abre el pico es para decir que hay que mejorar nuestra competitividad aumentando la productividad y practicando la contención salarial. Es decir: trabaja más (no hay más que ver el alargamiento de la jornada partida) para producir más por igual o menor precio.
En esas condiciones, ¿quién tiene tiempo y dinero para consumir lo que producimos de más? ¿A dónde van esos excedentes? A nosotros no nos salen las cuentas. Es más, creemos que el sistema capitalista neoliberal va a petar cualquier década de éstas, y eso, lamentablemente, lo verán nuestros ojitos.
Los atenienses se pasaban el día filosofando y vagueando porque tenían esclavos. Hoy más de media humanidad se muere de hambre y los demás vivimos amargados trabajando en cosas que no nos aportan nada. No veo el avance por ninguna parte.
Tenemos más medios que nunca en la historia para desarrollarnos, para trabajar menos horas, para leer, para aprender, para viajar, para hacer el vago durante horas, y nos hemos montado un sistema masoquista en el que no tenemos tiempo para nosotros mismos.
Estamos hartos del materialismo rancio de hace un siglo que todavía hoy nos quieren hacer ver como algo natural, como un antiguo régimen que es así porque tiene que ser así.
Es increíble que a estas alturas de la película derechas e izquierdas sigan viendo todo en clave de trabajo, como si no hubiera nada más en la vida. Vaya una alternativa. La alternativa real es: ser factores de producción o ser personas. Todas las demás discusiones son marear la perdiz.
Cada vez que un político o empresario abre el pico es para decir que hay que mejorar nuestra competitividad aumentando la productividad y practicando la contención salarial. Es decir: trabaja más (no hay más que ver el alargamiento de la jornada partida) para producir más por igual o menor precio.
En esas condiciones, ¿quién tiene tiempo y dinero para consumir lo que producimos de más? ¿A dónde van esos excedentes? A nosotros no nos salen las cuentas. Es más, creemos que el sistema capitalista neoliberal va a petar cualquier década de éstas, y eso, lamentablemente, lo verán nuestros ojitos.
Los atenienses se pasaban el día filosofando y vagueando porque tenían esclavos. Hoy más de media humanidad se muere de hambre y los demás vivimos amargados trabajando en cosas que no nos aportan nada. No veo el avance por ninguna parte.
Tenemos más medios que nunca en la historia para desarrollarnos, para trabajar menos horas, para leer, para aprender, para viajar, para hacer el vago durante horas, y nos hemos montado un sistema masoquista en el que no tenemos tiempo para nosotros mismos.
Estamos hartos del materialismo rancio de hace un siglo que todavía hoy nos quieren hacer ver como algo natural, como un antiguo régimen que es así porque tiene que ser así.
Es increíble que a estas alturas de la película derechas e izquierdas sigan viendo todo en clave de trabajo, como si no hubiera nada más en la vida. Vaya una alternativa. La alternativa real es: ser factores de producción o ser personas. Todas las demás discusiones son marear la perdiz.
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