En abril de este año se encontraron en una playa de Sheppey, al sur de Inglaterra, a un hombre encorbatado y empapado, sin documentación y sin etiquetas siquiera en la ropa. Pianoman ha salido en todos los medios: asustado e incapaz de decir una sola palabra, este hombre ágrafo dibujó un piano de cola a la perfección, con sus 88 teclas, y cuando le proporcionaron uno auténtico interpretó El lago de los cisnes y diversas obras no identificadas que se suponen suyas. Nadie sabe quién es ni qué quiere expresar. Quizá sea autista, quizá un multimillonario secuestrado, quizá viera en su día El piano de Jane Campion demasiadas veces. Es incapaz de comunicarse fuera de sus pentagramas.
El 23 de septiembre de 2004 (El Mundo, día siguiente) murió la última persona que hablaba nushu. El nushu era una lengua peculiar: sólo la hablaban mujeres de la región china de Hunan, que la transmitían de generación en generación desde el siglo III para comunicarse en un mundo que las excluía del poder, de la educación, de la vida pública. Tenía una grafía propia, con la que se escribían en la palma de la mano –cuando no había papel– o bordaban mensajes. Ha muerto Yang Huanyi, y con ella se ha llevado el último vestigio de una lengua a la que había herido de muerte la escolarización universal de niños y niñas. No deja de ser irónico que la cultura se haya llevado por delante precisamente a un transmisor de la cultura. Pero lo cierto es que ya nadie entendía a la señora Yang cuando hablaba nushu.
Los dos representan personas incapaces de comunicarse con los demás en su propio lenguaje, en el que les resulta más cercano. Sin embargo, el uno es un caso particular que ha despertado la curiosidad de millones de personas; el otro, la merma de un patrimonio cultural de la humanidad que ha pasado desapercibido.
La reflexión: En esta humanidad taxonomista, la curiosidad por poner nombre a algo que existe de por sí y que no lo necesita puede más que el interés de preservar la propia nomenclatura. El goteo intencionado de informaciones irrelevantes, el cotilleo morboso, la perplejidad exagerada por lo que puede no ser más que un caso de autista savant nos tiene entretenidos. En cambio, que desaparezca un idioma creado en condiciones de opresión y mantenido durante siglos no merece más que un apunte contable: uno menos.
La moraleja de todo esto es una: la identidad no es tener un nombre propio, sino reunir unas características que te hagan distinto de los demás. Al pianista, incapaz de hablar a nadie, no le va a ayudar nada que otros utilicen un nombre u otro para referirse a él. A la humanidad, en cambio, perder una lengua le arrastra al camino de la uniformidad.
La vida es sencilla y el dinero la complica.
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1 comentario:
En breve existirá un cuento sobre esto (lógicamente pasará a la tradición hora)
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